Este verano continúo volcada en estudiar el siglo XIX porque es algo que me exige mi nueva novela. Muchos escritores tratan de no leer nada sobre el tema acerca del que escriben para «no contaminarse». No es mi caso. Yo me empapo de todo lo que encuentro para que luego todas las lecturas sedimenten y, tras un tiempo, el guiso cocinado tenga un sabor enriquecido con la inspiración de todo ese trabajo. De todos modos, una cosa es trabajar sobre el tema y otra sobre el periodo histórico, que son cosas bien distintas, aunque a veces relacionadas porque la sociedad de una época determinada tiene sus obsesiones y esas se plasman en los temas de las novelas que en ellas se inspiran y ambientan. Con todo, a estas alturas de mi periplo literario, ya he comprendido que escribir es un proceso que tiene «capas», como las cebollas: trama, estructura, atmósfera, personajes o selección de escenas, por decir algo. El trabajo que tengo por delante es ímprobo, en definitiva, pero como los que preparan maratones, vamos a tomárnoslo con calma que no es cuestión de agobiarse sino de disfrutar con el proceso.
Quizás para descansar un poco la mente de tanto insumo con tintes románticos y de tanto disparate isabelino, cuando puedo, alterno esos estudios con otras lecturas diferentes, con una actitud más de lectora diletante que busca entretenimiento que de voraz aprendiz con cara de esponja y ademanes de opositora aplicada. Vamos, que elijo libros más livianos de temas y épocas distintas para esos ratos de piscina o de playa en los que quieres simplemente disfrutar de un rato tranquilo sin otras pretensiones. Con esa mirada, leí el último de Isabel Allende o el de Ildefonso Falcones desde una tumbona en la que me tostaba al sol.
Pero este patrón se quebró en una de las transiciones entre destinos que habitualmente hago a lo largo del mes de agosto, que soy bastante inquieta y me muevo unas cuantas veces durante el periodo estival, aprovechando así las ventajas del teletrabajo. Con esas llegué a Cádiz y justo la primera noche en Barbate, aparte de un montón de picaduras de mosquito tigre, me llevé conmigo a casa un libro que encontré en un puesto que había junto a la playa: Lorca, el último paseo. Es un ensayo, lo sé, nada que ver con el tipo de lectura más de esparcimiento que buscas cuando quieres algo que te descanse la mente después de estar enfrascado en la revolución de 1854 de la mano de alguien tan erudito pero intenso como Raymond Carr. Sin embargo, lo cogí, me llamó y me lo llevé y decidí empezar la lectura sin demora para no tener ocasión de arrepentirme.
Lorca me resulta especial desde que era adolescente, quizás porque un profesor que tuve en COU me lo dio a conocer de una forma tan apasionada que, desde entonces, es como si tuviera un vínculo de parentesco con el granadino. Pero, además, su historia, la del señorito que se se va a Madrid a estudiar derecho y acaba rodeándose de todos aquellos artistas de asombroso talento que conformaron la Generación del veintisiete y dando forma a su indiscutible talento en aquel ambiente de la Residencia de Estudiantes, me sedujo desde el primer momento.
Lorca era un marginado, un retraído. No le gustaba el deporte y tenía una pierna más corta que la otra que se le notaba al andar. A eso hay que añadir que, si bien no era algo evidente a los ojos de la gente, Federico era homosexual y eso era sabido en su círculo de la «resi». Pero entonces «ser invertido», como se decía, era un tabú, un estigma, algo que se ocultaba por vergüenza y que al dramaturgo le abrumaba y le entristecía por el rechazo que inspiraba su condición en ciertos sectores de la sociedad. Para muestra un botón: Buñuel, que era un poco troglodita para esas cosas, le preguntó en cierta ocasión: «¿Eres maricón?», lo que causó estupor en Lorca, tan tímido, tan suyo, tan sensible… Este se marchó indignado con Luis y le dijo algo así como: «Tú y yo hemos terminado».
Pero, con todo, no pasó mucho tiempo hasta que se hizo patente que estaba dotado de un talento fuera de lo común. Y, pese a la preocupación de su padre que como todos los padres quería que su hijo fuera un hombre de provecho con unos estudios serios y esas cosas, apostó por su arte y por su obra hasta que, demasiado temprano y de forma atroz, le arrebataron la vida del modo que todos sabemos.
Lorca tocaba el piano y amaba la música para la que también tenía un genio especial. Se sentaba a tocar y en seguida animaba todas las fiestas. Era ingenioso y divertido y huía de confrontaciones y conflictos. Era miedoso y le bloqueaba la violencia. Eso debió hacer especialmente difíciles sus últimas horas, cuando cayó presa de la locura colectiva de esos tiempos, de esos días. Lorca no era político ni activista ni militante de otra causa que no fueran sus libros y sus versos. Lorca fue una víctima de las circunstancias y un mártir sobrevenido que nunca aspiró a ocupar ese papel.
Quizás han sido todos los misterios que aún rodean su muerte los que me han llevado a obsesionarme con el tema, o quizás hayan sido la mitomanía que hay con el escritor o la politización que se intenta hacer de su figura, pero el asunto es que, al final, en lugar de leer historias de ficción que me distrajeran un poco de mi estudio, he terminado por acabar enganchada a esta historia real, a su poesía, a su teatro y a su triste final. Busco solo huir de las opiniones estereotipadas que uno lee por ahí y tener mi propia visión del personaje, con sus matices, su profundidad y su biografía. Es lo mismo que me pasó cuando me puse a investigar la historia de mi bisabuelo, que murió tan solo un par de noches antes que el poeta y de una forma similar. Cuando supe lo que le había ocurrido, no pude evitar preguntarme quién había sido él verdaderamente y quién era el que había fallecido arrollado por todo ese odio. ¡Cuántas vidas se truncaron sin remedio en esas madrugadas de fuego y sangre! De uno u otro bando, son miles de historias anónimas las que merecerían justo homenaje y no perderse para siempre en el olvido.
Volviendo al poeta de Fuente Vaqueros, cabe pensar que quizás era solo una frágil mariposa y fue presa de su propia maldición como en su primera obra, La maldición de la mariposa, esa que representó un fracaso para él porque no fue comprendida por los críticos y el público de ese momento. Quizás cayó en manos de cucarachas, pero a diferencia de lo que ocurre en su historia, estas no lo curaron sino que lo asesinaron.
O quizás no. Tal vez solo tuvo mala suerte, como muchos españoles de ese tiempo. Al fin y al cabo, los genios también mueren, por mucho que su obra viva para siempre.