No sé si uno está preparado alguna vez para hablar de sus fracasos. Pero resulta que a veces son los fracasos los que quieren hablar de uno. Ese momento ha de llegar porque los fracasos tienen la lengua muy suelta y las patas muy largas. Fracasar o no fracasar. Fracaso, luego existo. Así, filosofando, podría seguir largo y tendido en esta mañana de domingo en la que hago balance.
Pero al pensar en fracasos, inevitablemente surge una pregunta. ¿Cuándo el fracaso comienza a tener entidad de tal? ¿El fracaso se contiene a sí mismo o es solo un vericueto en un proyecto más amplio que, en inicio, no contemplaba el fallo? A lo mejor uno va directo al desastre sin saberlo y todo lo que haga le llevará inexorablemente hacia ese fin… o tal vez es nuestro propio karma quien inclina, en algún punto, la balanza hacia el logro o el suspenso. Pero ¿cuándo prende en realidad la mecha del estropicio?¿En qué preciso instante la luz se torna en oscuridad, el barro se convierte en lodazal y el cántico en graznido?
A menudo la respuesta asusta. Igual fracasamos en el mismo momento de concebir la idea malograda, desde el mismo instante primitivo de la inspiración. Igual los fracasos necesitan un periodo de incubación como las enfermedades, o un periodo de gestación como las criaturas, o quizás siempre estuvieron ahí, como Dios, desde antes de la creación del mundo.
¿Se aprende a cagarla cagándola? Igual hay distintas opiniones que forman escuela, como con lo del oficio de escribir: unos dicen que es un talento con el que uno nace; otros, que se puede aprender a base de persistencia y determinación. Lo cierto es que unos fracasan mejor que otros, como casi con todo, siempre hay niveles. Pero a fuerza de perseverar, se puede desarrollar, si no músculo, callo.
A mi amiga Paula le gusta llevar un registro de sus fracasos más rotundos. Los anota cuidadosamente en el mismo cuaderno en el que no hace tanto anotaba las conquistas. Los éxitos ya no se registran manualmente porque es más práctico subirlos a las redes directamente y ver los likes que generan. Con los logros es todo más fácil. Nacemos para coexistir con el triunfo, porque lo anhelamos y perseguimos como un Narciso su reflejo. El fracaso, por el contrario, es subrepticio y mezquino, lleva su propio ritmo y depende de la vara de medir de quien lo protagoniza. Se guarda en un cajón, se esconde de miradas ajenas, se repudia como esas fotos humillantes que nos inmortalizan vestidos a la moda de hace algunas décadas o como se ignoran los defectos de los hijos. Los fracasos nos incomodan como los granos o los kilos de más o como comer sushi con palillos la primera vez.
Pero los fracasos, como los secretos, son ruidosos, tienen su vanidad y quieren su minuto de gloria. Por eso a veces, aunque no estés preparado, tu cagarruta vital se empeñará en hablar por el altavoz de tu existencia para contarles a todos todo aquello que no lograste, tus frustraciones y desatinos, tus sinsabores y tus miserias, tus rendiciones y asuntos inconclusos, y así hasta alcanzar el clímax en el momento más trepidante de tu más tremendo error.
Y en ese momento difícil, desnudo frente a los buitres, sabrás que eres humano.