El viaje del escritor

El viaje del escritor. Cristopher Vogler, 1998

Me pareció acertado que la primera entrada de este espacio se llamara como el libro de Vogler, El viaje del escritor. A los que anhelamos contar historias nos explican siempre, al hablar de la creación de personajes, que es vital que estos, sobre todo los protagonistas, tengan una transformación o aprendizaje a lo largo de la novela, algo que justifique el viaje en sí. Como en la vida misma, aprendemos de toda experiencia, no cabe duda, pero con sangre la letra entra mejor, como solía decirse antaño, que es lo mismo que reconocer que se saca más provecho de los errores y fracasos que de los aciertos. Es lo que Campbell llamaba El periplo del héroe en su obra de El héroe de las mil caras, donde plantea un esquema narrativo por el que el héroe debe atravesar diecisiete etapas a lo largo de todo su viaje y que, en resumen, deberíamos encontrar, más o menos, en toda novela.

Cristopher Vogler redujo esas etapas a doce: el mundo ordinario; la llamada a la aventura; el rechazo de la llamada; el encuentro con el mentor; la travesía del primer umbral; las pruebas, los aliados, los enemigos; la aproximación a la caverna más profunda; la odisea; la recompensa; el camino de regreso; la resurrección; y el retorno con el elixir.

Fuente: https://encaminodelheroe.blogspot.com/

El libro es muy recomendable porque nos explica como, incluso en las historias modernas, con infinitas variantes, podemos encontrar estructuras similares que replican este esquema. El análisis que hace de El rey León me parece especialmente ilustrativo y nos demuestra que es una propuesta que los propios guionistas de Hollywood tienen muy en cuenta y, por tanto, que resulta hoy día muy actual, a pesar de que los años pasen y la industria parezca evolucionar al margen de teorías y postulados guiada por las prosaicas exigencias comerciales.

Pero me temo que me estoy desviando porque, más que centrarme en el viaje del héroe, yo quería poner foco en el viaje del escritor. Y es que, que no os engañen, si los personajes viajan, el escritor lo hace también en cada historia, y no me refiero al itinerario que uno recorre mientras se produce el proceso creativo. Me refiero a un camino mucho más escarpado y tortuoso, a uno que no siempre termina bien, del que a menudo no regresamos indemnes: el propio de la vocación literaria.

La mayoría de la gente que he conocido estos años en los talleres y en el mundillo literario, son personas que tienen un trabajo (más bien gris y rutinario) y que no viven de escribir, por descontado, pues son muy pocos los privilegiados que pueden hacerlo. Son individuos que, como yo, roban algunas horas al día para poder refugiarse durante un breve espacio de tiempo haciendo lo que tanto les apasiona: leer y escribir. Como si fuera un aquelarre, los brujos escritores conjuramos a las musas en esos talleres y bebemos filtros mágicos que nos hagan soñar solo un poquito que en el mundo hay cabida para nuestros relatos y creaciones. ¿Qué sería de nosotros sin esas singulares bacanales?

Son muchas las personas dotadas de un enorme talento que vive oculto en la cotidianidad de sus vidas, como aquel Superman que se escondía tras el reportero de gafas gruesas de pasta y ademanes torpes. Nadie sabe que en sus armarios, colgado de una triste percha, se esconde flamante su disfraz de escritor, ese que se quedó sin estrenar cuando las facturas reclamaron ser pagadas.

Y es que no son buenos tiempos para las letras. Dice Pérez Reverte que la novela tiene los días contados. Supongo que uno solo tiene que observar la ingente cantidad de contenidos digitales que proliferan en distintos formatos en las redes para entender el proceso de eutrofización que sufre la literatura y que la convierte en un pútrido Mar Menor lleno de vocaciones y peces muertos.

También tenemos la crisis del sector editorial, que no termina por sacar la cabeza. Dicen que hay más escritores que lectores y eso deja muchas historias huérfanas, supongo que es cierto, pero para cada uno de nosotros la nuestra es única, como lo era la rosa para El principito.

En mi viaje por la escritura ha habido risas y llanto. Reí cuando en 2015 decidí reencontrarme con mi yo escritora y descubrí cómo me gustaba contar historias y ver la realidad desde mis lentes narradoras. Reí también cuando logré acabar algo, porque la página en blanco es temible pero el monstruo de las cosas a medias es mucho más difícil de vencer. Reí cuando alguien me leyó y disfrutó con la lectura y también cuando leí yo a otros y me di cuenta del universo que me había perdido cuando dejé de leer. Y reí, y esta vez lo hice de mí misma por ingenua y por panoli, cuando comprendí que estaba condenada a seguir escribiendo para siempre porque, como dicen algunos, no podría no hacerlo.

Lloré, sin embargo, cuando al releerme me di cuenta de que me decepcionaba mi prosa. Lloré cuando vi que los demás no compartían mi pasión. Lloré, sobre todo, cuando comprendí que las editoriales tenían un cartel que me vetaba la entrada y también cuando el reloj sonó cada mañana y yo tenía que tejer una mortaja como Penélope que se destejería por la noche y me condenaría al bucle eterno de la monotonía de un trabajo que no era lo que a mí me apasionaba.

Y ese fue parte del proceso de mi viaje. Posiblemente el momento en el que me sumergí en la caverna más profunda y creí que todo había terminado. Sin embargo, como dice mi padre, hay partido hasta que el árbitro toca el silbato que anuncia el fin, y seguiré mi viaje por la senda de la escritura sorteando los obstáculos que se me pongan por delante y escribiendo esas historias que bullen en mi cabeza cada día con más fuerza.

Hablando de mi libro con los niños de un cole en Salinas (2018)

Tal vez cualquier día os pueda anunciar que he logrado hacerme con el elixir. O tal vez no. Ese es el misterio que convierte en historia cualquier anécdota.

Habrá que seguir leyendo para descubrir cómo termina.

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