El agua, oh sí, cuántas veces representa una función simbólica en la literatura. Dicen que, en ocasiones, representa el subconsciente. Es como si hubiera un estanque en el que, si te sumerges, te topas de bruces con tus deseos más profundos. Con todo lo que sabes y callas y, por supuesto, con todo lo que ignoras pero anhelas. Ese baño misterioso que te abre los ojos a una parte de ti que está ahí suplicando ser liberada. Es el otro lado del ser, el Míster Hyde de Stevenson, no necesariamente malo, pero sí salvaje, menos condicionado por imposiciones morales o convencionalismos que el Jekyll que transita libremente por la vida. Como en María Luisa Bombal y La última niebla, la inmersión en las aguas del estanque nos hace ver todo lo que la protagonista anhela de un modo intenso y vibrante. Ese algo le está vedado pero su sola evocación le dará la fuerza necesaria para seguir con vida. A veces lo que encerramos en las mazmorras de nuestro yo más profundo está mejor ahí, puesto que no hay lugar en este mundo donde pueda encontrar su encaje y libertad. ¿Quién sabe?¿Quién conoce todos los secretos del alma humana? El agua, tal vez.
Otras veces es el erotismo y la pulsión sexual que, reprimido o no, se manifiesta con toda la fuerza que tienen las corrientes, las olas, las cascadas, abriéndose camino como puede para liberarse en un orgasmo desenfrenado y brutal. Por ejemplo, en el baño de Clarice Lispector en Aprendizaje o el libro de los placeres, ella es cubierta y golpeada por las olas y, en ese baño de espuma y sal, se siente viva por fin, porque la vida a veces es así, te remueve y te sacude o te arrolla y te arrastra con su potencia sin límites.
Puede ser el agua también, como lo es en Lorca, símbolo de fecundidad. En Yerma el poeta usa la lluvia y lo mojado para representar ese fin, ligado de nuevo a la vida, a la regeneración y al nacimiento. O, por el contrario, en otras obras como en La Casa de Bernarda Alba, los pozos y las aguas estancadas representan la muerte, la putrefacción y la quietud. Para Borges era el agua símbolo de mutación y cambio, del inexorable e inevitable paso del tiempo, de la caducidad de todas las cosas, de transición y de lo efímero.
Para los cristianos el agua limpia y purifica, para los musulmanes igualmente es parte de un rito preparatorio para ponerse presentable ante Dios. En Annual, cuando el desastre allá por 1921, el agua era como petróleo, tan preciado como escaso, tan vital como peligroso, pues hacer la aguada era a menudo ir a abrazar la muerte ante el ataque despiadado del enemigo. En el Antiguo Testamento, el agua aparece a menudo para representar el poder omnímodo de Dios: el diluvio, las aguas del Mar Rojo que se abren, Jesús caminando sobre las aguas, las aguas del Jordán.
Es menos literario, pero no por ello menos interesante y cierto, que las aguas sanan. El doctor nos dice que bebamos mucha agua. Pero a veces el agua enferma si retienes mucha agua o si se te encharcan los pulmones. Para las plantas, el agua en su justa dosis es un elemento clave. Regamos las plantas para que luzcan sanas, verdes, exuberantes y hermosas. Pero el exceso de agua pudre las raíces y es tan letal como la más espantosa sequia. Vida y muerte siempre junto al agua, salud y enfermedad, en el amor y la adversidad hasta que la muerte nos separe.
¿Hay agua en Marte? Nos preguntamos para intentar dilucidar y dar respuesta a la pregunta que el hombre se hace desde hace décadas sobre si hay vida en alguna galaxia, fuera de la Tierra. De eso charlamos, eso sí, de nuevo sobre la vida, aunque sea en el espacio, frente a una humeante taza de té, símbolo de amistad y de tertulias, de vida social, de la elegancia de lo inglés si se sirve en bellas tazas de porcelana decorada con motivos florales en una tarde de lluvia, o del exotismo de lo árabe cuando hablamos del té moruno. Hablamos de agua y de vida cuando hablamos de las lagunas o charcos que pudiera haber sobre la superficie del planeta que Bradbury convirtió en escenario de sus famosas crónicas.
En Blade Runner o la novela que la inspiró: Sueñan los androides con ovejas eléctricas, de Philip K. Dick, el agua (llueve todo el rato) forma parte de la atmósfera inquietante de un mundo distópico. Resulta que sin ese agua no habría el clima asfixiante futurista y de sociedad destruida por la terrible mano del hombre que se aprecia en la película. Tampoco habría Gremlins sin el poder transformador del agua, ni Tiburón si le quitamos su medio natural.
En definitiva, oh sí, «agua y sed» como decía la canción de Jarabe de Palo. Dificil mezcla. Para mí, me pregunto, ¿Qué es el agua? Pienso entonces en la sed. A veces tengo sed, en mitad de la noche, en el silencio de la madrugada, uno se levanta por agua porque la sed le roba el sueño. La sed es ese instinto con el que necesitas saciar algo tan primario como físico, pero también hay sed de amor, de conocimiento, de valoración o de aventuras… A veces falta agua y salen esas grietas que te roban lo que fuiste, casi al tiempo que las arrugas se van llevando consigo tu juventud. Es la ausencia de abundancia, es el vacío que grita, es el cansancio que inmoviliza, son algunas cicatrices de la vida. Entonces, solo tienes dos opciones: resignarte sin beber y echarte en los brazos del hastío, o salir en busca del oasis de la motivación, aunque duela. Aquí entramos finalmente en la repetición o el bucle, que de eso trata también la existencia.
De vida o muerte, señores, que al final es todo lo mismo y siempre acabamos hablando de esa extraña dicotomía existencial: Agua y sed.
No sé si uno está preparado alguna vez para hablar de sus fracasos. Pero resulta que a veces son los fracasos los que quieren hablar de uno. Ese momento ha de llegar porque los fracasos tienen la lengua muy suelta y las patas muy largas. Fracasar o no fracasar. Fracaso, luego existo. Así, filosofando, podría seguir largo y tendido en esta mañana de domingo en la que hago balance.
Pero al pensar en fracasos, inevitablemente surge una pregunta. ¿Cuándo el fracaso comienza a tener entidad de tal? ¿El fracaso se contiene a sí mismo o es solo un vericueto en un proyecto más amplio que, en inicio, no contemplaba el fallo? A lo mejor uno va directo al desastre sin saberlo y todo lo que haga le llevará inexorablemente hacia ese fin… o tal vez es nuestro propio karma quien inclina, en algún punto, la balanza hacia el logro o el suspenso. Pero ¿cuándo prende en realidad la mecha del estropicio?¿En qué preciso instante la luz se torna en oscuridad, el barro se convierte en lodazal y el cántico en graznido?
A menudo la respuesta asusta. Igual fracasamos en el mismo momento de concebir la idea malograda, desde el mismo instante primitivo de la inspiración. Igual los fracasos necesitan un periodo de incubación como las enfermedades, o un periodo de gestación como las criaturas, o quizás siempre estuvieron ahí, como Dios, desde antes de la creación del mundo.
¿Se aprende a cagarla cagándola? Igual hay distintas opiniones que forman escuela, como con lo del oficio de escribir: unos dicen que es un talento con el que uno nace; otros, que se puede aprender a base de persistencia y determinación. Lo cierto es que unos fracasan mejor que otros, como casi con todo, siempre hay niveles. Pero a fuerza de perseverar, se puede desarrollar, si no músculo, callo.
A mi amiga Paula le gusta llevar un registro de sus fracasos más rotundos. Los anota cuidadosamente en el mismo cuaderno en el que no hace tanto anotaba las conquistas. Los éxitos ya no se registran manualmente porque es más práctico subirlos a las redes directamente y ver los likes que generan. Con los logros es todo más fácil. Nacemos para coexistir con el triunfo, porque lo anhelamos y perseguimos como un Narciso su reflejo. El fracaso, por el contrario, es subrepticio y mezquino, lleva su propio ritmo y depende de la vara de medir de quien lo protagoniza. Se guarda en un cajón, se esconde de miradas ajenas, se repudia como esas fotos humillantes que nos inmortalizan vestidos a la moda de hace algunas décadas o como se ignoran los defectos de los hijos. Los fracasos nos incomodan como los granos o los kilos de más o como comer sushi con palillos la primera vez.
Pero los fracasos, como los secretos, son ruidosos, tienen su vanidad y quieren su minuto de gloria. Por eso a veces, aunque no estés preparado, tu cagarruta vital se empeñará en hablar por el altavoz de tu existencia para contarles a todos todo aquello que no lograste, tus frustraciones y desatinos, tus sinsabores y tus miserias, tus rendiciones y asuntos inconclusos, y así hasta alcanzar el clímax en el momento más trepidante de tu más tremendo error.
Y en ese momento difícil, desnudo frente a los buitres, sabrás que eres humano.