Con gusto comparto este video de la presentación en Cartagena de mi novela, que fue muy emocionante porque estuve muy bien acompañada por amigos y lectores de esta ciudad tan especial para mí. Os invito, a aquellos que no pudistéis estar conmigo esa tarde, a repasar los hechos históricos que desde unos personajes inspirados en mis bisabuelos se recogen en la trama de la novela y que pudimos comentar con todos los asistentes. El evento fue retransmitido por TV Cartagena en su sección cultural en los días siguientes.
Además, las personas que se acercaron se llevaron su libro dedicado. Lo más impactante fue que muchos me contaron sus historias personales, pues el que más o el que menos tuvo familiares que vivieron hechos como la matanza del España 3. Cada persona tenía un relato familiar que compartir conmigo y eso fue una de las cosas que más me impresionaron de la jornada.
Gracias, desde aquí a todos los que hicistéis posible el encuentro. Gracias en especial a Ginés Fernández, que lo presentó y a mi editor, Javier Salinas, por acompañarme. Al cámara, a la Económica y a todos, por el esfuerzo y el cariño.
El libro lo tenéis en Santos Ochoa y en Alcaraz, aparte de en Amazon, la Casa del Libro y en la web de Malbec ediciones, por supuesto.
Este verano continúo volcada en estudiar el siglo XIX porque es algo que me exige mi nueva novela. Muchos escritores tratan de no leer nada sobre el tema acerca del que escriben para «no contaminarse». No es mi caso. Yo me empapo de todo lo que encuentro para que luego todas las lecturas sedimenten y, tras un tiempo, el guiso cocinado tenga un sabor enriquecido con la inspiración de todo ese trabajo. De todos modos, una cosa es trabajar sobre el tema y otra sobre el periodo histórico, que son cosas bien distintas, aunque a veces relacionadas porque la sociedad de una época determinada tiene sus obsesiones y esas se plasman en los temas de las novelas que en ellas se inspiran y ambientan. Con todo, a estas alturas de mi periplo literario, ya he comprendido que escribir es un proceso que tiene «capas», como las cebollas: trama, estructura, atmósfera, personajes o selección de escenas, por decir algo. El trabajo que tengo por delante es ímprobo, en definitiva, pero como los que preparan maratones, vamos a tomárnoslo con calma que no es cuestión de agobiarse sino de disfrutar con el proceso.
Quizás para descansar un poco la mente de tanto insumo con tintes románticos y de tanto disparate isabelino, cuando puedo, alterno esos estudios con otras lecturas diferentes, con una actitud más de lectora diletante que busca entretenimiento que de voraz aprendiz con cara de esponja y ademanes de opositora aplicada. Vamos, que elijo libros más livianos de temas y épocas distintas para esos ratos de piscina o de playa en los que quieres simplemente disfrutar de un rato tranquilo sin otras pretensiones. Con esa mirada, leí el último de Isabel Allende o el de Ildefonso Falcones desde una tumbona en la que me tostaba al sol.
Pero este patrón se quebró en una de las transiciones entre destinos que habitualmente hago a lo largo del mes de agosto, que soy bastante inquieta y me muevo unas cuantas veces durante el periodo estival, aprovechando así las ventajas del teletrabajo. Con esas llegué a Cádiz y justo la primera noche en Barbate, aparte de un montón de picaduras de mosquito tigre, me llevé conmigo a casa un libro que encontré en un puesto que había junto a la playa: Lorca, el último paseo. Es un ensayo, lo sé, nada que ver con el tipo de lectura más de esparcimiento que buscas cuando quieres algo que te descanse la mente después de estar enfrascado en la revolución de 1854 de la mano de alguien tan erudito pero intenso como Raymond Carr. Sin embargo, lo cogí, me llamó y me lo llevé y decidí empezar la lectura sin demora para no tener ocasión de arrepentirme.
Lorca me resulta especial desde que era adolescente, quizás porque un profesor que tuve en COU me lo dio a conocer de una forma tan apasionada que, desde entonces, es como si tuviera un vínculo de parentesco con el granadino. Pero, además, su historia, la del señorito que se se va a Madrid a estudiar derecho y acaba rodeándose de todos aquellos artistas de asombroso talento que conformaron la Generación del veintisiete y dando forma a su indiscutible talento en aquel ambiente de la Residencia de Estudiantes, me sedujo desde el primer momento.
Lorca era un marginado, un retraído. No le gustaba el deporte y tenía una pierna más corta que la otra que se le notaba al andar. A eso hay que añadir que, si bien no era algo evidente a los ojos de la gente, Federico era homosexual y eso era sabido en su círculo de la «resi». Pero entonces «ser invertido», como se decía, era un tabú, un estigma, algo que se ocultaba por vergüenza y que al dramaturgo le abrumaba y le entristecía por el rechazo que inspiraba su condición en ciertos sectores de la sociedad. Para muestra un botón: Buñuel, que era un poco troglodita para esas cosas, le preguntó en cierta ocasión: «¿Eres maricón?», lo que causó estupor en Lorca, tan tímido, tan suyo, tan sensible… Este se marchó indignado con Luis y le dijo algo así como: «Tú y yo hemos terminado».
Pero, con todo, no pasó mucho tiempo hasta que se hizo patente que estaba dotado de un talento fuera de lo común. Y, pese a la preocupación de su padre que como todos los padres quería que su hijo fuera un hombre de provecho con unos estudios serios y esas cosas, apostó por su arte y por su obra hasta que, demasiado temprano y de forma atroz, le arrebataron la vida del modo que todos sabemos.
Lorca tocaba el piano y amaba la música para la que también tenía un genio especial. Se sentaba a tocar y en seguida animaba todas las fiestas. Era ingenioso y divertido y huía de confrontaciones y conflictos. Era miedoso y le bloqueaba la violencia. Eso debió hacer especialmente difíciles sus últimas horas, cuando cayó presa de la locura colectiva de esos tiempos, de esos días. Lorca no era político ni activista ni militante de otra causa que no fueran sus libros y sus versos. Lorca fue una víctima de las circunstancias y un mártir sobrevenido que nunca aspiró a ocupar ese papel.
Quizás han sido todos los misterios que aún rodean su muerte los que me han llevado a obsesionarme con el tema, o quizás hayan sido la mitomanía que hay con el escritor o la politización que se intenta hacer de su figura, pero el asunto es que, al final, en lugar de leer historias de ficción que me distrajeran un poco de mi estudio, he terminado por acabar enganchada a esta historia real, a su poesía, a su teatro y a su triste final. Busco solo huir de las opiniones estereotipadas que uno lee por ahí y tener mi propia visión del personaje, con sus matices, su profundidad y su biografía. Es lo mismo que me pasó cuando me puse a investigar la historia de mi bisabuelo, que murió tan solo un par de noches antes que el poeta y de una forma similar. Cuando supe lo que le había ocurrido, no pude evitar preguntarme quién había sido él verdaderamente y quién era el que había fallecido arrollado por todo ese odio. ¡Cuántas vidas se truncaron sin remedio en esas madrugadas de fuego y sangre! De uno u otro bando, son miles de historias anónimas las que merecerían justo homenaje y no perderse para siempre en el olvido.
Volviendo al poeta de Fuente Vaqueros, cabe pensar que quizás era solo una frágil mariposa y fue presa de su propia maldición como en su primera obra, La maldición de la mariposa, esa que representó un fracaso para él porque no fue comprendida por los críticos y el público de ese momento. Quizás cayó en manos de cucarachas, pero a diferencia de lo que ocurre en su historia, estas no lo curaron sino que lo asesinaron.
O quizás no. Tal vez solo tuvo mala suerte, como muchos españoles de ese tiempo. Al fin y al cabo, los genios también mueren, por mucho que su obra viva para siempre.
Acabo de terminar las Cartas a un joven poeta de Rilke. Me he detenido con muchas de las reflexiones porque, a veces, es inevitable pensar en cómo de firme es la vocación literaria que uno tiene. Esto es especialmente cierto ahora que este mundo de las letras está más complicado que nunca y que, con la Feria del Libro en ciernes, es fácil constatar que se publica más que se lee y que, además, la sartén la tienen por el mango los grandes grupos editoriales, esos que están tan saturados de manuscritos que se blindan a la llegada de savia nueva.
Escribir una novela exige mucha fuerza de voluntad y sacrificio. En mi caso, admito que es también fuente de mucha satisfacción. Pero es innegable que cada página trae consigo incontables horas de trabajo y, al final, el oficio del escritor es algo poco valorado y con pocas salidas destinadas a unos pocos elegidos, la realidad es la que es. A veces, al reflexionar sobre todo esto, uno se desmotiva y le asaltan los mil miedos: ¿seré bueno? ¿servirá para algo? ¿querrá alguien leer esta historia que tantos desvelos me causa?
Caer en el desánimo es fácil y nos pasa a todos en algún momento. Lo importante es volver a levantarse. Debemos aprender a sobreponernos a nuestras propias miserias, supongo que ahí está la clave. La clave y su contrario, que es la inevitable pregunta: ¿tendré esta vez la determinación de volver a ponerme en pie?
Por todo esto que explico aquí, cuando leí en la primera carta de Rilke al joven poeta Franz Xaver Kappus, no pude evitar pensar que las frases estaban ahí para mí y que eran la respuesta más apropiada que nadie podía ofrecerme y llegaba en el momento en que más necesitaba recibirla. Porque la conclusión a la que llegué, fue que estaba dispuesta a seguir con mis escritos aunque nadie me leyera nunca y a pesar de todas las voces interiores que, a menudo, intentan que zozobre mi determinación y mi voluntad, y terminan por hundirme en el fango más profundo de la crítica y la autocensura.
«Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si esta hubiera ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad (…)».
Pues bien, supongo que yo me respondí a esas cuestiones hace tiempo y que, como el autor señala: «ahora debo aprender a gestionar la soledad». A menudo, uno está solo con sus pensamientos literarios, trabajando con las palabras y las ideas y dando forma a sus historias, que aparecen en forma de obsesiones y es complicado entender por qué emergen o de dónde. Vargas Llosa habla de que las historias nos eligen por nuestras propias vivencias y nuestra forma de entender el mundo, que es única.
Las historias nos eligen en medio del silencio y la soledad. La soledad puede llegar a fagocitarte por completo y a apoderarse de todo lo que eres. Hay que aprender a bailar con ella, pero también a defenderse cuando esta sobrepasa un límite.
Quiero pensar que fue por ese motivo por el que surgieron los salones literarios del siglo XVIII, en los que los hombres ilustrados charlaban de filosofía, política y literatura. O los cafés de la generación del veintisiete. O las amistades de los inquilinos de la residencia de estudiantes. Cuando la soledad se adueña de todo, la forma de combatirla es en comunidad. De modo que, cuando la narrativa pesa demasiado, lo mejor es salir de la madriguera y buscar compañía.
Rilke dice que no hay que hacer nunca caso a la crítica. Supongo que la crítica merma la confianza en uno mismo, pero a veces también ofrece un gran aliento para seguir adelante. Una buena reseña, una palabra amable sobre algo que compusiste y, de pronto, cobran para ti sentido muchos meses de trabajo. Es una recompensa mucho más valiosa que la económica.
Y como sobre mi relato Mentiras de Delirios de cuarentena hicieron una buena reseña, me voy a tomar la liberta de plasmarlo aquí para que quede constancia de que a veces, esas palabras son caricias para la vanidad herida de un autor que te susurran al oído que aún no has escrito todo lo que fuiste llamado a escribir.
Aún no te has marchado y ya siento que me falta un trozo de alma. Porque no nos veíamos todos los días, pero una parte de mi niñez te pertenece y, al mismo tiempo, yo era dueña de un poquito de la tuya. Y esos pedazos de la otra nos hacían compañía, porque quererse de esa manera cuando se es niñas deja un poso que marca y que contribuye a hacernos quienes somos. Siempre formarás parte de mí. En algún lugar del espacio-tiempo aún estamos bailando la lambada y hablando de Javier Cuesta, de ir vestidas iguales, de las vacaciones, de ser mayores, ¡maldita la prisa por crecer! Hablamos de esas cosas de las que hablan apasionadamente dos chiquillas de doce años. ¡Qué felices éramos!
Y es que una de las cosas más bonitas de haber sido tu amiga es haberlo sido de crías, porque nos quisimos con un código de amistad que no tenía filtros y que no se guiaba por las reglas del mundo adulto. Eso lo hizo todo más puro, más auténtico y eterno. Ya de niña me demostrabas todos los días que tú estabas hecha de una pasta distinta. Me quedo con tu ejemplo y lamento no poder volver atrás en el tiempo y revivir un solo de esos días que tan bien lo pasamos. Si pudiera tener un superpoder sería elegir días aleatorios de la vida que revivir de repente. Volver a ellos. Muchos los repetiría contigo, lo tengo claro.
No sé cómo puedo expresarte cómo me siento. Quiero gritarte y que mi grito llegue hasta ti. Y decirte que no estás sola, que en esto también te acompaño de alguna manera, con el pensamiento que todo el rato me lleva a ti. Hoy le chillaría al universo que siempre te voy a querer porque las personas como tú dejan un enorme vacío al partir. Eras brillante como una estrella y esa estrella se marcha a otra galaxia y ya no nos ilumina con su luz. Y estoy enfadada con Dios, al que llamo e imploro como a un padre, y lo increpo porque ha incumplido su parte del contrato. «Es demasiado joven», le digo. Pero Él responde que nunca firma ese tipo de contratos y que mis cláusulas no le aplican. Él tenía otros planes y sus contratos responden a otras leyes y yo no puedo entenderlo, pero sé que a veces la vida no se procesa con la lógica con la que los humanos queremos analizar esto tan complejo que es nuestra existencia. Y solo queda confiar en que algo de todo esto tenga un sentido algún día.
Pronto dejará de doler tu cuerpo gastado. Y volarás libre por fin y nos mirarás desde los ojos del alma, allá arriba, sí, con esos ojos tan bonitos y verdes que eran el espejo de tu alma divertida y osada. Y nos dirás riendo que por qué nos preocupamos tanto, que solo has ido a abrirnos camino, porque siempre has sido tú la que abrías camino, siempre volabas antes y eras pionera en todo. Y ahora te vamos a echar mucho de menos pero me alegrará saber que ya no sufres por ese bicho maldito al que le ganaste la partida. Él cree que te ha vencido, pero yo sé que no es así porque nunca te rendiste y nunca le dejaste que nublara los días que la vida quiso regalarte. Eras una luchadora. De las que siempre hacían bien todo lo que se proponía. No sé si te lo dije. Era una gran cosa ser tu amiga. Y, además, tú me elegiste. Me dijiste una tarde de comedor que querías que fuéramos amigas. El cisne quería ser amiga del patito feo. Fue así. Esas cosas no se olvidan. Yo dudé y dije: vale. Y luego tú me enseñaste la cara alegre de la vida: la risa fácil, el lado amable, las travesuras y me diste un poco del valor que te sobraba y que a mí siempre me faltaba. Ahora tienes que irte pero quiero darte las gracias por escogerme y regalarme tu amistad. Estoy orgullosa de haber sido Elena y Maca un tiempo: de las guerras de témperas, de la canción Sabor de amor a grito pelado, de las tardes en La Vaguada, de nuestras escapadas al McDonald’s. Fue una puñetera suerte, amiga mía, un verdadero regalo.
Pienso en tu preciosa familia y me parte el corazón pensar el dolor que tienen que sentir. ¿Cómo se sigue ahora? Se sigue sabiendo que estás en el cielo y los miras, sabiendo que no los dejas solos, que estás ahí aunque no puedan verte. No lo comprendo del todo pero sé que es así y que tú se lo has explicado mucho mejor que yo, seguro. Y sé que te has ocupado de llenar bien la reservas de amor de su mochila, de esa mochila con la que todos tenemos que desenvolvernos por la vida. Pero, además, dejas a tantos amigos y seres queridos que van a recoger tu testigo y a ocuparse de regar tu jardín, que nada de tu legado cae en saco roto, estoy segura, bien segura.
En fin toca decirte adiós. Amiga mía, querida compañera, estupenda mujer y mejor madre… Nunca he dejado sentir una energía especial contigo, una mágica conexión invisible, que se activaba entre las dos cuando en esas reuniones con tanta gente del cole íbamos ambas y había esa electricidad especial que nos unía de un modo único. Yo siempre sentí tu afecto sincero, tu aprecio especial y al tiempo me encantaba charlar contigo porque ese cariño siempre fue mutuo y seguirá indestructible por toda la eternidad.
Descansa en paz, querida amiga del alma. Te quiero.
El agua, oh sí, cuántas veces representa una función simbólica en la literatura. Dicen que, en ocasiones, representa el subconsciente. Es como si hubiera un estanque en el que, si te sumerges, te topas de bruces con tus deseos más profundos. Con todo lo que sabes y callas y, por supuesto, con todo lo que ignoras pero anhelas. Ese baño misterioso que te abre los ojos a una parte de ti que está ahí suplicando ser liberada. Es el otro lado del ser, el Míster Hyde de Stevenson, no necesariamente malo, pero sí salvaje, menos condicionado por imposiciones morales o convencionalismos que el Jekyll que transita libremente por la vida. Como en María Luisa Bombal y La última niebla, la inmersión en las aguas del estanque nos hace ver todo lo que la protagonista anhela de un modo intenso y vibrante. Ese algo le está vedado pero su sola evocación le dará la fuerza necesaria para seguir con vida. A veces lo que encerramos en las mazmorras de nuestro yo más profundo está mejor ahí, puesto que no hay lugar en este mundo donde pueda encontrar su encaje y libertad. ¿Quién sabe?¿Quién conoce todos los secretos del alma humana? El agua, tal vez.
Otras veces es el erotismo y la pulsión sexual que, reprimido o no, se manifiesta con toda la fuerza que tienen las corrientes, las olas, las cascadas, abriéndose camino como puede para liberarse en un orgasmo desenfrenado y brutal. Por ejemplo, en el baño de Clarice Lispector en Aprendizaje o el libro de los placeres, ella es cubierta y golpeada por las olas y, en ese baño de espuma y sal, se siente viva por fin, porque la vida a veces es así, te remueve y te sacude o te arrolla y te arrastra con su potencia sin límites.
Puede ser el agua también, como lo es en Lorca, símbolo de fecundidad. En Yerma el poeta usa la lluvia y lo mojado para representar ese fin, ligado de nuevo a la vida, a la regeneración y al nacimiento. O, por el contrario, en otras obras como en La Casa de Bernarda Alba, los pozos y las aguas estancadas representan la muerte, la putrefacción y la quietud. Para Borges era el agua símbolo de mutación y cambio, del inexorable e inevitable paso del tiempo, de la caducidad de todas las cosas, de transición y de lo efímero.
Para los cristianos el agua limpia y purifica, para los musulmanes igualmente es parte de un rito preparatorio para ponerse presentable ante Dios. En Annual, cuando el desastre allá por 1921, el agua era como petróleo, tan preciado como escaso, tan vital como peligroso, pues hacer la aguada era a menudo ir a abrazar la muerte ante el ataque despiadado del enemigo. En el Antiguo Testamento, el agua aparece a menudo para representar el poder omnímodo de Dios: el diluvio, las aguas del Mar Rojo que se abren, Jesús caminando sobre las aguas, las aguas del Jordán.
Es menos literario, pero no por ello menos interesante y cierto, que las aguas sanan. El doctor nos dice que bebamos mucha agua. Pero a veces el agua enferma si retienes mucha agua o si se te encharcan los pulmones. Para las plantas, el agua en su justa dosis es un elemento clave. Regamos las plantas para que luzcan sanas, verdes, exuberantes y hermosas. Pero el exceso de agua pudre las raíces y es tan letal como la más espantosa sequia. Vida y muerte siempre junto al agua, salud y enfermedad, en el amor y la adversidad hasta que la muerte nos separe.
¿Hay agua en Marte? Nos preguntamos para intentar dilucidar y dar respuesta a la pregunta que el hombre se hace desde hace décadas sobre si hay vida en alguna galaxia, fuera de la Tierra. De eso charlamos, eso sí, de nuevo sobre la vida, aunque sea en el espacio, frente a una humeante taza de té, símbolo de amistad y de tertulias, de vida social, de la elegancia de lo inglés si se sirve en bellas tazas de porcelana decorada con motivos florales en una tarde de lluvia, o del exotismo de lo árabe cuando hablamos del té moruno. Hablamos de agua y de vida cuando hablamos de las lagunas o charcos que pudiera haber sobre la superficie del planeta que Bradbury convirtió en escenario de sus famosas crónicas.
En Blade Runner o la novela que la inspiró: Sueñan los androides con ovejas eléctricas, de Philip K. Dick, el agua (llueve todo el rato) forma parte de la atmósfera inquietante de un mundo distópico. Resulta que sin ese agua no habría el clima asfixiante futurista y de sociedad destruida por la terrible mano del hombre que se aprecia en la película. Tampoco habría Gremlins sin el poder transformador del agua, ni Tiburón si le quitamos su medio natural.
En definitiva, oh sí, «agua y sed» como decía la canción de Jarabe de Palo. Dificil mezcla. Para mí, me pregunto, ¿Qué es el agua? Pienso entonces en la sed. A veces tengo sed, en mitad de la noche, en el silencio de la madrugada, uno se levanta por agua porque la sed le roba el sueño. La sed es ese instinto con el que necesitas saciar algo tan primario como físico, pero también hay sed de amor, de conocimiento, de valoración o de aventuras… A veces falta agua y salen esas grietas que te roban lo que fuiste, casi al tiempo que las arrugas se van llevando consigo tu juventud. Es la ausencia de abundancia, es el vacío que grita, es el cansancio que inmoviliza, son algunas cicatrices de la vida. Entonces, solo tienes dos opciones: resignarte sin beber y echarte en los brazos del hastío, o salir en busca del oasis de la motivación, aunque duela. Aquí entramos finalmente en la repetición o el bucle, que de eso trata también la existencia.
De vida o muerte, señores, que al final es todo lo mismo y siempre acabamos hablando de esa extraña dicotomía existencial: Agua y sed.
No sé si uno está preparado alguna vez para hablar de sus fracasos. Pero resulta que a veces son los fracasos los que quieren hablar de uno. Ese momento ha de llegar porque los fracasos tienen la lengua muy suelta y las patas muy largas. Fracasar o no fracasar. Fracaso, luego existo. Así, filosofando, podría seguir largo y tendido en esta mañana de domingo en la que hago balance.
Pero al pensar en fracasos, inevitablemente surge una pregunta. ¿Cuándo el fracaso comienza a tener entidad de tal? ¿El fracaso se contiene a sí mismo o es solo un vericueto en un proyecto más amplio que, en inicio, no contemplaba el fallo? A lo mejor uno va directo al desastre sin saberlo y todo lo que haga le llevará inexorablemente hacia ese fin… o tal vez es nuestro propio karma quien inclina, en algún punto, la balanza hacia el logro o el suspenso. Pero ¿cuándo prende en realidad la mecha del estropicio?¿En qué preciso instante la luz se torna en oscuridad, el barro se convierte en lodazal y el cántico en graznido?
A menudo la respuesta asusta. Igual fracasamos en el mismo momento de concebir la idea malograda, desde el mismo instante primitivo de la inspiración. Igual los fracasos necesitan un periodo de incubación como las enfermedades, o un periodo de gestación como las criaturas, o quizás siempre estuvieron ahí, como Dios, desde antes de la creación del mundo.
¿Se aprende a cagarla cagándola? Igual hay distintas opiniones que forman escuela, como con lo del oficio de escribir: unos dicen que es un talento con el que uno nace; otros, que se puede aprender a base de persistencia y determinación. Lo cierto es que unos fracasan mejor que otros, como casi con todo, siempre hay niveles. Pero a fuerza de perseverar, se puede desarrollar, si no músculo, callo.
A mi amiga Paula le gusta llevar un registro de sus fracasos más rotundos. Los anota cuidadosamente en el mismo cuaderno en el que no hace tanto anotaba las conquistas. Los éxitos ya no se registran manualmente porque es más práctico subirlos a las redes directamente y ver los likes que generan. Con los logros es todo más fácil. Nacemos para coexistir con el triunfo, porque lo anhelamos y perseguimos como un Narciso su reflejo. El fracaso, por el contrario, es subrepticio y mezquino, lleva su propio ritmo y depende de la vara de medir de quien lo protagoniza. Se guarda en un cajón, se esconde de miradas ajenas, se repudia como esas fotos humillantes que nos inmortalizan vestidos a la moda de hace algunas décadas o como se ignoran los defectos de los hijos. Los fracasos nos incomodan como los granos o los kilos de más o como comer sushi con palillos la primera vez.
Pero los fracasos, como los secretos, son ruidosos, tienen su vanidad y quieren su minuto de gloria. Por eso a veces, aunque no estés preparado, tu cagarruta vital se empeñará en hablar por el altavoz de tu existencia para contarles a todos todo aquello que no lograste, tus frustraciones y desatinos, tus sinsabores y tus miserias, tus rendiciones y asuntos inconclusos, y así hasta alcanzar el clímax en el momento más trepidante de tu más tremendo error.
Y en ese momento difícil, desnudo frente a los buitres, sabrás que eres humano.
El otro día viendo una Masterclass de Salman Rushdie, este decía que todo escritor lo es porque tiene algo dentro que necesita expresar. Nos daba, desde sus más de treinta y cinco años de experiencia en el oficio, algunas advertencias al efecto: «La mala noticia es que es dificilísimo conseguir escribir algo que merezca la pena, que es casi peor lograr que te publiquen y que es muy arduo el camino que uno debe recorrer sin redes ni garantías… La buena noticia, sin embargo, es que cuando consigues un buen texto es algo increíble, incomparable y que repara con creces lo anterior».
En fin, dedico parte de mi tiempo libre a escuchar a autores de muy diverso tipo, edad, procedencia y condición porque me gusta, por un lado, leer sus obras con una visión sobre quién se esconde tras las páginas; y por otro, ahondar en su trayectoria y sus vivencias, como si fueran un personaje más de la novela que crearon. Es curioso que a algunos escritores los oí hablar primero y eso me llevo a sus libros y, a otros, fueron sus obras los que me llevaron a estudiarles también a ellos.
No os descubro nada, casi seguro, si os digo que suelen todos hablar de lo mismo: de todas las veces que les rechazaron las editoriales, de lo difíciles que fueron los comienzos y de la perseverancia que les exigió su vocación. Algunos mencionan también la soledad en la que uno escribe. No recuerdo quién dijo que uno vive muchas vidas y es muchos seres cuando crea. Hablaba de las voces y el acompañamiento de los personajes durante el proceso creativo pero como todo se produce desde un marcado aislamientoy soledad, lo cual resulta una paradoja de lo más interesante sobre la que hablaré otro día. Simplemente coincido en que, a veces, yo también sigo escuchando en mi conciencia los ecos de algunos personajes a los que amé mucho y que aún viven en mí. Y el sonido de esas voces adormiladas nadie más que uno puede escucharlo. Es pues verdaderamente soledad acompañada la que vive el que cuenta historias.
Esas grandes plumas y voces narrativas nos cuentan su experiencia desde la calma que da haber cruzado al otro lado, al de los escritores consagrados. Desde ese Everest coronado nos invitan a no desfallecer en el empeño, a soñar con que, tal vez algún día, seremos nosotros los que mentoricemos a otros. La vida caprichosa siempre entra en bucle. Me gusta la serenidad que aporta la experiencia del que ha vivido en contraste con el apasionamiento de la juventud. Pero ¿cómo no desfallecer en el camino? A veces uno se siente como el alumno repelente que levanta la mano en clase, ansioso de alzar su voz y, al que, empachado por tanto ímpetu, el maestro ignora deliberadamente. ¡Cuánta impaciencia y cuánta humildad a golpe de rechazo ha de tragar el escritor vanidoso! Como dijo Darwin, solo los mejor dotados sobreviven: los más talentosos o los más tenaces. ¿Quién sabe?
Volviendo a las cuestiones esenciales que dan título a este escrito, Rushdie nos anima a hacernos seis preguntas antes de empezar una historia:
Sobre quién es la historia que quiero contar: de esta forma, ponemos ya de inicio foco en la creación de personajes.
Qué historia quiero contar: esto, evidentemente, tiene mucho que ver con nuestra mirada al mundo. ¿Por qué seleccionamos unos relatos y no otros? Las musas…
Por qué quiero contarla: a veces es algo personal, otras algo que me motiva, a menudo algo que quiero aprender pero no podemos obviar que otras es simplemente porque nos obsesiona una escena, una voz o cualquier cosa que actúa como detonante de esa fuerza que nos impulsa a escribir …
Cuándo ocurre la historia: la época pero también el cuándo desde el punto de vista del narrador o personaje, si es en la infancia o en la madurez, por ejemplo, lo que cambiaría radicalmente el punto de vista.
Dónde ocurre la historia: condicionado por supuesto por el tipo de historia. ¿Es un universo ficticio o es un lugar real?¿Cuál es nuestro conocimiento de ese lugar? A mí, particularmente, me gusta poner mucho foco en los lugares donde transcurren las historias. Creo que los lugares que habitamos nos condicionan y forman parte de lo que somos. Por ello, también lo harán a los personajes y las tramas. Aquí también entraría si en ese «donde» pesa más lo externo o lo interno. Hay novelas que son pura introspección y el universo es el mundo interior del personaje.
Cómo vas a contar la historia: quizás la más importante si tuviera que quedarme solo con una. Una mala respuesta a esta cuestión puede dar al traste con una maravillosa idea. Dice Rushdie que él malogró varias bellas historias con una mala elección del cómo.
Me gusta reflexionar sobre esas preguntas esenciales, no solo en mis relatos, sino también en muchas historias que voy leyendo. La última que he terminado, ayer por ser exactos, es la de Clarice Lispector de Aprendizaje o el libro de los placeres. Uno lee un libro así y tiene que pensar en Clarice y en sus motivaciones al abordar esta narración. Creo que, desde inicio, ella ya nos habla de algunas de las cuestiones esenciales de modo sutil e indirecto, a través de lo que dice y sobre todo de lo que no: «Este libro requirió una libertad tan grande que tuve miedo de darla. Está por encima de mí. Intenté escribirlo humildemente. Yo soy más fuerte que yo».
Ay, Clarice, tus historias y tu mirada, tu universo y tu manera de contar (la del no estilo, suelen decirte). Son seis cuestiones esenciales sobre las que me quedé pensando tras escuchar a Salman y cerrar al poco tiempo la última página de tu libro. No tengo muchas de las respuestas, pero si una interesante reflexión. En esta mañana de sábado me pregunto si yo también soy más fuerte que yo… Tal vez esa sería la séptima cuestión esencial. Al fin y al cabo, si como dijo Darwin solo los más preparados sobreviven, uno debe aspirar a ser más fuerte que uno mismo para poder lograrlo.
El tiempo, en este caso, es quien nos dará la respuesta.
Me pareció acertado que la primera entrada de este espacio se llamara como el libro de Vogler, El viaje del escritor. A los que anhelamos contar historias nos explican siempre, al hablar de la creación de personajes, que es vital que estos, sobre todo los protagonistas, tengan una transformación o aprendizaje a lo largo de la novela, algo que justifique el viaje en sí. Como en la vida misma, aprendemos de toda experiencia, no cabe duda, pero con sangre la letra entra mejor, como solía decirse antaño, que es lo mismo que reconocer que se saca más provecho de los errores y fracasos que de los aciertos. Es lo que Campbell llamaba El periplo del héroe en su obra de El héroe de las mil caras, donde plantea un esquema narrativo por el que el héroe debe atravesar diecisiete etapas a lo largo de todo su viaje y que, en resumen, deberíamos encontrar, más o menos, en toda novela.
Cristopher Vogler redujo esas etapas a doce: el mundo ordinario; la llamada a la aventura; el rechazo de la llamada; el encuentro con el mentor; la travesía del primer umbral; las pruebas, los aliados, los enemigos; la aproximación a la caverna más profunda; la odisea; la recompensa; el camino de regreso; la resurrección; y el retorno con el elixir.
El libro es muy recomendable porque nos explica como, incluso en las historias modernas, con infinitas variantes, podemos encontrar estructuras similares que replican este esquema. El análisis que hace de El rey León me parece especialmente ilustrativo y nos demuestra que es una propuesta que los propios guionistas de Hollywood tienen muy en cuenta y, por tanto, que resulta hoy día muy actual, a pesar de que los años pasen y la industria parezca evolucionar al margen de teorías y postulados guiada por las prosaicas exigencias comerciales.
Pero me temo que me estoy desviando porque, más que centrarme en el viaje del héroe, yo quería poner foco en el viaje del escritor. Y es que, que no os engañen, si los personajes viajan, el escritor lo hace también en cada historia, y no me refiero al itinerario que uno recorre mientras se produce el proceso creativo. Me refiero a un camino mucho más escarpado y tortuoso, a uno que no siempre termina bien, del que a menudo no regresamos indemnes: el propio de la vocación literaria.
La mayoría de la gente que he conocido estos años en los talleres y en el mundillo literario, son personas que tienen un trabajo (más bien gris y rutinario) y que no viven de escribir, por descontado, pues son muy pocos los privilegiados que pueden hacerlo. Son individuos que, como yo, roban algunas horas al día para poder refugiarse durante un breve espacio de tiempo haciendo lo que tanto les apasiona: leer y escribir. Como si fuera un aquelarre, los brujos escritores conjuramos a las musas en esos talleres y bebemos filtros mágicos que nos hagan soñar solo un poquito que en el mundo hay cabida para nuestros relatos y creaciones. ¿Qué sería de nosotros sin esas singulares bacanales?
Son muchas las personas dotadas de un enorme talento que vive oculto en la cotidianidad de sus vidas, como aquel Superman que se escondía tras el reportero de gafas gruesas de pasta y ademanes torpes. Nadie sabe que en sus armarios, colgado de una triste percha, se esconde flamante su disfraz de escritor, ese que se quedó sin estrenar cuando las facturas reclamaron ser pagadas.
Y es que no son buenos tiempos para las letras. Dice Pérez Reverte que la novela tiene los días contados. Supongo que uno solo tiene que observar la ingente cantidad de contenidos digitales que proliferan en distintos formatos en las redes para entender el proceso de eutrofización que sufre la literatura y que la convierte en un pútrido Mar Menor lleno de vocaciones y peces muertos.
También tenemos la crisis del sector editorial, que no termina por sacar la cabeza. Dicen que hay más escritores que lectores y eso deja muchas historias huérfanas, supongo que es cierto, pero para cada uno de nosotros la nuestra es única, como lo era la rosa para El principito.
En mi viaje por la escritura ha habido risas y llanto. Reí cuando en 2015 decidí reencontrarme con mi yo escritora y descubrí cómo me gustaba contar historias y ver la realidad desde mis lentes narradoras. Reí también cuando logré acabar algo, porque la página en blanco es temible pero el monstruo de las cosas a medias es mucho más difícil de vencer. Reí cuando alguien me leyó y disfrutó con la lectura y también cuando leí yo a otros y me di cuenta del universo que me había perdido cuando dejé de leer. Y reí, y esta vez lo hice de mí misma por ingenua y por panoli, cuando comprendí que estaba condenada a seguir escribiendo para siempre porque, como dicen algunos, no podría no hacerlo.
Lloré, sin embargo, cuando al releerme me di cuenta de que me decepcionaba mi prosa. Lloré cuando vi que los demás no compartían mi pasión. Lloré, sobre todo, cuando comprendí que las editoriales tenían un cartel que me vetaba la entrada y también cuando el reloj sonó cada mañana y yo tenía que tejer una mortaja como Penélope que se destejería por la noche y me condenaría al bucle eterno de la monotonía de un trabajo que no era lo que a mí me apasionaba.
Y ese fue parte del proceso de mi viaje. Posiblemente el momento en el que me sumergí en la caverna más profunda y creí que todo había terminado. Sin embargo, como dice mi padre, hay partido hasta que el árbitro toca el silbato que anuncia el fin, y seguiré mi viaje por la senda de la escritura sorteando los obstáculos que se me pongan por delante y escribiendo esas historias que bullen en mi cabeza cada día con más fuerza.
Tal vez cualquier día os pueda anunciar que he logrado hacerme con el elixir. O tal vez no. Ese es el misterio que convierte en historia cualquier anécdota.
Habrá que seguir leyendo para descubrir cómo termina.